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Una rajada sangrienta

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Antonio Sanguino
Senador de la República
Líderes Verdes

El presidente Iván Duque, como mal aprendiz, se raja en varias materias. Pero la rajada más dramática, por sangrienta y dolorosa, es su política de seguridad. Una rajada que desde la perspectiva del uribismo resulta imperdonable porque la seguridad constituye el corazón de la agenda de la derecha política y porque la mal denominada “seguridad democrática” la exhiben como uno de sus orgullos y el caballo de batalla en sus 20 años de existencia.
Una rajada que no se fue a cuarentena con la llegada de la pandemia y que explica por qué en el más reciente estudio publicado por la Revista Semana, el 42% de los encuestados señalan la inseguridad como el principal problema del país.

El discurso bravucón del Presidente y de los voceros del uribismo no ha sido suficiente para ocultar el fortalecimiento de las organizaciones armadas ilegales en lo corrido de su gobierno. Un informe del centro de pensamiento InSight Crime señala que en 14 de los 32 departamentos del país los grupos criminales ejercen control territorial, especialmente en las zonas rurales, y que se han consolidado 33 enclaves criminales a lo largo y ancho del país. Esta misma fuente señala que dicho control armado se fortaleció durante la pandemia y que han sido los departamentos de Nariño, Cauca y Norte de Santander en donde “la gobernanza criminal avanzó a la par del virus.”.  La Fundación Paz y Reconciliación advierte que los grupos PostFarc o Disidencias, el ELN y otras organizaciones armadas han doblado su presencia en los dos últimos años. Las Disidencias pasaron de operar en 56 municipios en el 2018 a 113 en agosto del 2020. El ELN saltó de 99 a 160 municipios en el 2020 y el Clan del Golfo ya está presente en 200 municipios.

Las cifras tampoco le ayudan al Gobierno en su obsesión por acabar militarmente al ELN, tras romper la mesa de conversaciones con esta organización guerrillera en enero del 2019. Entre el 2019 y el 2020 descendieron en un 50% el número de capturas de presuntos elenos; el número de sus integrantes se ha incrementado en un 78% desde el 2016, según el propio Mindefensa; y en general las cifras de “neutralizados” (desmovilizados, capturados y muertos en combate) muestran un inocultable descenso de hasta un 14% en el ultimo año.

Cualquier evaluación de la situación de derechos humanos del país, obligación constitucional del Estado y propósito central en toda política de seguridad, revela un panorama desolador. Cinco ONGs colombianas, con el apoyo de Oxfam del Reino Unido y Diakonía de Suecia, en un reciente informe revelan que, entre el 1 de noviembre del 2016, fecha de la firma del Acuerdo de Paz, y el 30 de junio del 2020, fueron asesinados 944 líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes de las FARC, en 29 de los 32 departamentos del país. De ellas el 60% (255) fueron ultimadas en 4 regiones del país: Norte del Cauca, Urabá antioqueño y bajo atrato chocoano, sur de Córdoba; y el nordeste y Bajo Cauca antioqueño. Este informe, para vergüenza de Colombia, registra el asesinato diario de un líder social en 5 de los 7 días de la semana.  

Realmente dramáticas son las cifras de masacres, una de las modalidades de mayor terror y sevicia en el repertorio de nuestras violencias, que en el pico paramilitar entre 1994 y el 2000 alcanzó el numero de 50.6 por año. Según Indepaz, solo en el 2020 ocurrieron 91 masacres, mientras que para Naciones Unidas ocurrieron 76 en el mismo año; y el propio Mindefensa reconoce que pasamos de 22 masacres ocurridas en el 2019 a 33 en el 2020. Mientras las cifras de homicidios se han mantenido por encima de los 12 mil por año, y los secuestros se incrementaron en plena pandemia, pasando de 25 a 45 entre el 2109 y el 2020.

Estas cifras globales adquieren especial gravedad en territorios específicos en donde pareciera colapsar el Estado. La ciudad de Buenaventura, el departamento del Cauca, el Bajo Cauca antioqueño, el Pacífico Nariñense, los Montes de María, la zona rural de Cúcuta, el departamento del Guaviare, entre otros. Mientras tanto, Duque y el uribismo insisten en hacer trizas un Acuerdo de Paz que ofrece una ruta para desactivar factores estructurales de la violencia y avanzar en un anclaje integral del Estado en los territorios. O en maquillar cifras unificando los sistemas de información de la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Fiscalía. Esta rajada de Duque, sangrienta y dolorosa, revela una inmensa ignorancia suya y de su gobierno de las nuevas dinámicas de la violencia propiciada por una descomunal mezquindad política atrapada en una anacrónica concepción de “guerra fría”. 


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